Prólogo

Jack no era americano. Y sin embargo, todo el mundo lo creía. Simplemente porque su nombre no era francés y sonaba a algo inglés el chico tenía por narices que ser americano. Era rubio (como el noventa por cierto de su clase) con los ojos claros, como la mayoría de personas que conocía, pero sin embargo, su nombre incitaba a todos sus compañeros a pensar que provenía de América. Y por supuesto, de Nueva York. Era el colmo. Ni siquiera le permitían decidir cuál debía de ser la ciudad americana de la que provenía. Claro, como NY estaba de moda y todos se morían por visitarla, como Jack tenía nombre americano era el único que tenía posibilidades de haber nacido allí. No podía haber nacido en ninguna parte de Norteamérica. Tenía que ser neoyorquino.

Pero claro, la chavala morena con ojos marrones no podía ser italiana, porque aunque en Paris casi no abundaban los rasgos morenos, ella no podía ser de otro sitio. Porque tenía nombre francés. En cualquier momento Jack podría haberse revelado y divulgar que esa chica había nacido en Venecia, como estaban haciendo con él. Pero si no se llamaba Mariana o Francesca, no colaba.

Por supuesto, Jack no le tenía rencor alguno a su nombre: le había proporcionado fama en todo el instituto y ahora todos lo reconocían como el “americano” para variar. Y destacar era algo a lo que el chico le había cogido bastante gusto.

La llegada al instituto había sido dura: eran los más pequeños, y suponían todavía unos críos para los de cursos superiores, por lo que ya se esperaban las miradas y las muecas de suficiencia y de asco que seguro que les iban a lanzar los mayores.  Pero llamarse Jack y encima tener rasgos americanos le había sacado del aprieto en su momento: nada más que se promulgara la mentira de que había un americano en el centro de enseñanza, todos desearon conocerle, y se las apañaron para poder intercambiar unas palabras con el supuesto extranjero. Por supuesto, a Jack no le daban todo hecho, tenía que esforzarse con su parte: parecer americano, hablar inglés y pronunciar el español con este acento. Y no era una tarea fácil precisamente, si se quería mantener las ínfulas.

Durante todo un año, Jack estuvo viviendo de su propia mentira, ya era plenamente consciente de que había vivido la primera etapa de su vida en Nueva York y se había hecho a la idea de que tenía sangre americana.

Hasta que un día, un frío día de otoño que el cielo estaba entumecido por tonalidades grisáceas y la tristeza chocaba con el color rojo pasión de las hojas cayendo de las ramas de los árboles que pilotaban por el aire hasta caer sin vida al suelo helado y vacío delas calles, por qué se le apareció.

¿Por qué sus padres no podían ser normales y ponerle un nombre francés convencional?

Y por mucho que creyera, nunca se hubiera imaginado los motivos de su nombre americano.

 

Sus padres (una pareja de rubios con ojos claros, como los franceses mismos. Su madre se llamaba Adele y su padre, Etienne, nombres característicos franceses) estaban de obras en su casa por aquel entonces. Habían movido todo los muebles y las cosas más pequeñas estaban distribuidas en cajas de cartón de todos los tamaños. Algunas estaban listas para tirarse a la basura, mientras que otras llegaban nuevas directamente del camión repartidor que las traía del mercado. Solo podías esquivar o tropezarte con las condenadas cajas. En una ocasión, ESA ocasión que inició todo, Jack se cayó sobre un suelo de cajas y tras incorporarse de nuevo con un chichón en la cabeza, miró en el interior de la caja que le había provocado la caída: era de las más pequeñas que se podía encontrar en aquel bosque de cartón, y no estaba completamente cerrada.

El chico no pudo evitar abrirla al leer el título de uno de los gruesos y polvorientos libros que asomaban en su interior.

“Memorias de Colombe”

¿Sería el título de alguna novela, no? Eso fue lo primero que pensó el chaval, pero enseguida desechó la idea al inspeccionarlo mejor: era un álbum de fotos con una cubierta roja decorada con ornamentos dorados. Como todos los tochos de fotos que se guardaban sus padres en los rincones de la casa.

Abrió el libro para ver la primera foto. Ocupaba toda la hoja, y por lo que intuyó Jack, se debían de haber gastado un buen pastón sus padres en pasarla a papel y en grande. Sí, en esa época donde no existían las cámaras digitales y tenías que amontonar y pagar por cuadernos de fotografías. La imagen mostraba a tres personas sujetando un paraguas tontamente, pues la lluvia les había chipiado ya, al parecer. Eran dos chicas y un chico. Una era rubia y tenía expresión exasperada, mientras que a la más bajita la habían capturado riéndose. Era una sonrisa preciosa, al igual que su pelo, de una tonalidad rojiza. ¿Una pelirroja en París? Eso si que era novedad y poco habitual… Además, para terminar de plasmar la perfección en su persona, era guapísima, o sería el efecto de la sonrisa… pero fuera como fuese, se veía preciosa.  Por un instante, Jack sintió ganas de conocerla, una chica así merecía ser contemplada en vivo y en directo, no mediante los recuerdos de una cámara vieja.

El tercer componente de la foto, el chico (altísimo pero feúcho) era el que más calado debía de ir, porque se insinuaba su musculosa complexión bajo la camisa que el agua le había pegado al cuerpo. Como un mensaje divino, Jack lo reconoció. Era su padre. No, no podía ser…

¿Un chico tan feo de veras podía haber resultado tan ligón? La verdad es que siempre se había preguntado como era posible que su padre con lo poco agraciado que era podría haber atraído  a la hermosura de su madre, hasta el punto de haberle traído a él al mundo. Jack se percató entonces de quién era la muchacha rubia: ¡Su madre!

Dios, si siempre había admirado lo guapa que se conservaba, ahora estaba abrumado ante su belleza juvenil. Su rostro blanco y dulce se apreciaba más delicado que nunca, y si fina silueta se dejaba insinuar bajo su ligereza de ropa (minifalda y camiseta abierta por todos lados). Nunca se hubiera imaginado esa forma de vestir en ella… ¡Pero si desde pequeño le había prohibido fijarse en los huecos que dejaban ver las chicas con esas ropas! ¡Siempre le había llamado pervertido por mirar a las piernas/hombros/vientres/escotes de las chicas! ¡Pero si ella iba provocando el doble que cualquiera de esas chicas!

Jack no salía de su asombro. Solo cuando la puerta de lo que antes había sido el comedor (donde se encontraba cotilleando las cosas de sus padres) abandonó completamente las suposiciones de su madre semidesnuda de joven.

  • Cariño ¿Qué estás haciendo?

Hablando de la reina de Roma… su queridísima madre no podría ser más oportuna.

  • Ver los álbumes de fotos que había en esta caja…- explicó el chaval, con total normalidad

Su madre avanzó unos pasos hacia él.

  • ¿Cuáles…?- y cuando su hijo se los mostró, ella se paró en seco. El niño sopesó que su rostro se había ensombrecido.
  • ¿Mamá?

Como toda respuesta, la mujer le cogió el libro de la mano y lo escrutó con los ojos.

Al chico le costó un tiempo decidir si intervenir o no. Intuía que su madre estaría rememorando tristes recuerdos… o alegres ¿Quién sabe?

  • ¿Quién era ella?

Las comisuras de los labios de la mujer se curvaron lentamente hacia arriba, dibujando una tenue sonrisa.

  • Se llamaba Colombe…

Otro nombre francés. Jack no pudo evitar pensarlo.

  • Ah. Parecía maja ¿no?
  • Sí que lo parecía... pero además, tenía el talento de serlo – Guardó silencio, y finalmente añadió- Demasiado maja.

Por la forma de hablar, el chico supo que el tiempo pasado indicaba que la chica ya no seguía en este mundo.

Prefirió no aludir al tema.

El rostro de su madre cada vez se veía más deprimido. Entonces, cuando Jack ya no sabía qué hacer, los ojos de la rubia se iluminaron de pronto y sonrieron por sí solos.

  • Por ella te llamamos Jack

El chaval sacudió la cabeza. Demasiado repentino. Cinco palabras acababan de atravesar sus oídos con demasiado ímpetu, solo cinco, y sin embargo, para él, era un desborde de información.

Antes de que pudiera decir nada, su madre se sentó a su lado con la fragilidad que caracterizaba todo sus actos y con calma, empezó a decir:

  • Jack, ¿Quieres que te cuente su historia? ¿Nuestra historia?

La cabeza del chico se movió sola cuando asintió sin dudarlo.